Esp.- Cuento de terror psicológico/ El eco de Lia.

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Saludos gente maravillosa de #hive amantes de la lectura y la escritura, hoy les traigo una historia de terror que espero sea de su agrado.

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EL ECO DE LIA

El pueblo de Valle verde se acurrucaba siempre bajo un cielo perpetuamente gris, un lugar donde los días pasaban arrastrándose de manera lenta y los murmullos eran la única forma de comunicación posible, era un lugar olvidado por el tiempo, de eso no había duda, pero esa tarde de otoño, algo lo encontró, algo llegó de visita, nadie fue testigo de su llegada, simplemente llegó.

El primero en notar su presencia fue Don Elías, el viejo carpintero del pueblo, que al momento de cerrar las puertas de roble de su taller, sintió un frío cortante recorrer todo su cuerpo, no el frío habitual de la tarde, este era distinto, era uno que penetraba hasta los huesos. Y allí, una niña de no más de ocho años estaba sentada en la base de la fuente de la plaza, que se encontraba seca desde hace ya muchos años, su vestido que en algún momento llegó a ser blanco, ahora era solo un trapo grisáceo que parecía robar la luz, aunque lo más perturbador era su quietud, y ni hablar de sus ojos, dos abismos de oscuridad brillante que miraban sin parpadear cuánto le rodeaba, su nombre era Lia.

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​Don Elías, un hombre de experiencia que había tenido que enfrentar la guerra y el hambre, no comprendía porque había sentido ese escalofrío de terror, cuando intentó acercarse, la niña emitió un sonido algo extraño, no era una palabra, tampoco era un lamento, podría decirse que era un carraspeo seco, como si un puñado de cenizas fuera arrastrado por una brisa dentro de una caja de madera, definitivamente era un sonido lúgubre, pero extrañamente magnético, atrayente.

​El comisario Ramón, un hombre de orden y rutina, viendo aquella escena intentó cumplir con su deber, interrogó a la niña en la pequeña estación de policía.

"¿Cómo te llamas?

¿De dónde vienes?"

A lo que ella solo respondía con el carraspeo, revisó todos los reportes de niños desaparecidos en cien kilómetros a la redonda y nada coincidía con aquella pequeña niña tan extraña, era como si hubiera brotado de la misma tierra, nadie quiso tener contacto con ella por temor.

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Finalmente, la única que se atrevió a acogerla fue doña Isabela, una maestra jubilada:

"Una criatura no puede dormir en la estación", sentenció, aunque sus manos temblaban de miedo por no saber que le esperaba.

​Aquella noche que Lia durmió en casa de doña Isabela, Valle Verde perdió el sueño, y justo a la medianoche, el carraspeo se escuchó muy fuerte, esta vez, era ensordecedor, no dentro de la casa, sino que parecía salir del silencio mismo del pueblo, resonando desde la colina donde estaba el viejo cementerio, era tan fuerte que los vidrios de las casas vibraban, pero nadie salió, nadie dijo nada.

Al amanecer, el perro del carnicero, un mastín negro y violento llamado “penumbra”, fue encontrado en la acera, no estaba muerto, sino petrificado, su cuerpo, rígido semejante a una estatua, estaba congelado en un aullido mudo, con la cabeza girada hacia la casa de la maestra Isabel, y sus ojos, antes llenos de ferocidad, ahora reflejaban un terror inimaginable.

​A partir de allí, los incidentes se volvieron un patrón casi diario en Valle Verde, pareciendo ser un castigo selectivo.

El viejo molinero, Matias, quien días antes había despotricado contra Lia, y su presencia llamándola "un mal augurio" y "cosa del Diablo", a la mañana siguiente, el grano que había guardado con sumo cuidado en su silo, (suficiente para alimentar al pueblo por todo un año), se había convertido en arena fina, gris y salada, cayendo en cascada con un susurro seco y malvado.

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Luego fue el turno del ​boticario, que se negó a darle un caramelo a la niña por pura mezquindad, encontró todos los elixires y remedios de su farmacia llenos de una tinta negra fétida, el olor a mar muerto, impregnando cada rincón de aquella farmacia, el terror se hizo mudo, y los habitantes del pueblo comprendieron que Lia no era una víctima indefensa, sino un juez implacable.

Era la manifestación de una regla simple: no la ofendas, no la cuestiones, no muestres miedo, pues si lo hacías, ella te mostraría el verdadero terror, poco a poco la gente del Valle verde aprendió a caminar por el lado contrario de la calle donde ella estaba, a bajar la mirada, a dejarle pequeñas ofrendas de comida fresca y juguetes viejos junto a la fuente donde había aparecido, pero ella nunca los tocaba, los obsequios simplemente se secaban y se pudría con una velocidad poco normal, casi increíble de creer.

​El Comisario Ramón, que siempre había sido un hombre de lógica y un ateo convencido, no podía vivir en un mundo regido por la superstición de una niña silenciosa, su cordura se desmoronaba con cada carraspeo nocturno, ​"¡Es una farsa! ¡Psicosis colectiva!", gritó en la reunión del consejo, su voz resonando con una desesperación que no podía ocultar. "Voy a llevármela a la capital, grito desesperado, que los psiquiatras o quien sea se ocupen de esto."

​Esa tarde, Ramón se puso su uniforme más limpio y se dirigió a la casa de Isabel, al detenerse, su viejo coche frente al porche de la casa él la vió, Lia estaba sentada, de espaldas a la calle, Pero de pronto, su carraspeo habitual se transformó, esta vez, fue un sonido metálico y agudo, como si alguien estuviera deslizando una aguja por una lámina de hierro.

​"Pequeña," dijo el comisario Ramón, tratando de mantener su voz firme, "Vamos a ir de viaje, daremos un paseo muy largo.”

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Lia se levantó súbitamente y su movimiento no fue el de una niña, sino el de una marioneta cuyos hilos se cortan, era fluido, pero antinatural, se dio la vuelta lentamente.

​El comisario Ramón no estaba preparado para aquel cambio del cual pronto sería testigo, los ojos de Lia ya no eran oscuros, era peor, estaban vacíos, y en el centro de esas cuencas vacías, Ramón vio algo que le hizo soltar un jadeo ahogado, no era la oscuridad, sino el reflejo de su propio rostro, distorsionado, pálido, y con una expresión de pánico absoluto, como si estuviera a punto de ser desollado.

​El carraspeo se intensificó, dejando de sonar en el aire y comenzando a resonar dentro de la cabeza de Ramón, era tan potente el sonido y tan ensordecedor que le hizo sangrar por la nariz, desplomandose sobre sus rodillas, cubriéndose los oídos, mientras el mundo se fundía en un zumbido blanco, en su agonía sónica, Ramón levantó la mirada por última vez, vio claramente el rostro de Lia por primera y única vez en su vida, mientras esta le sonreía.

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No había ternura, pero tampoco había burla en su gesto, sólo era una muñeca, una grieta horizontal, que se abrió en su rostro, revelando dientes que no eran de hueso, sino de cristal, largos y translúcidos, la sonrisa era la visión más pura y terrible de la maldad.

​El Comisario Ramón no fue encontrado jamás, su vehículo estaba en la plaza a la mañana siguiente, en el asiento, la gente encontró solo un tumulto de ceniza fina y una nota garabateada con un lápiz de creyón rojo sobre una página del código penal.

​Decía, con letra infantil y pulcra:

​"No hay justicia para los que no obedecen, y aquí no hay sitio para dos jueces."

​Desde ese día, nadie ha vuelto a cuestionar la presencia de Lia en el pueblo, todos saben lo que ocurrió y lo qué ocurre, el pueblo sigue bajo el cielo gris, más silencioso que nunca, mientras que la niña se sienta en la fuente seca, y nadie se atreve a mirarla a los ojos, cada noche, el eco seco y metálico se escucha desde el cementerio, como el sonido de una sentencia que se repite a diario.

​Valle Verde ya no es un pueblo, es un santuario mudo bajo el reinado de su pequeña, terrible e implacable presencia.

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Una historia excelente, la narración le dió ese toque de oscurantismo creíble y nos lleva por el miedo que depende Lia. Excelente trabajo.

Gracias por compartir tu historia con nosotros.

Un excelente día.

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Muchísimas gracias corazón, yo agradezco que ustedes puedan recibir mi trabajo

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