Recuerdo cuando me asignaron mi primera misión en la fuerza. Debía ingresar a la academia de otra dependencia y, de incógnito, dar con algunos revoltosos que, además de estar sembrando semillas del mal, sustraían armamento.

No debía hacer comentarios, no debía opinar, mucho menos preguntar, porque lo mío era cumplir órdenes. Pero, de salido, le pregunté a mi superior: ¿por qué la policía no se encargaba de ello?

Mi superior fue amable, pudo haberme mandado a hacer “N” cantidad de lagartijas, limpiar los baños de por vida y/o pasar una buena temporada en el hueco. El hombre me respondió: “Esos malnacidos no hacen bien su trabajo y por ello nos han llamado. Tú tienes todas las características para pasar como un estudiante recién llegado a la academia”.

O sea: tenía cara de carajito.

El primer día de misión fue trágico. Mi compañero de habitación se suicidó apenas llegó la noche. Algo lo había afectado, algo que le rompió la valentía y la cordura. Mis superiores sabían dónde me habían colocado: estaba en un tanque de tiburones que sometían a toda la población de la academia.

Pasaron los días. Me paseé por todas las materias y por toda la multitud de forma pasiva, sin llamar la atención. Tampoco tenía definido exactamente qué debía buscar o a quién buscar. Él —o ellos— tenían un camuflaje difícil de revelar. Comencé investigando al compañero que se había dado el balazo y a otros fallecidos de forma extraña. Tal vez registrando comportamientos, alianzas o acercamientos, me llevarían a la posición en que estuvieron y así conocer al tiburón mayor. El que debía cancelar o, mínimo, extraer del centro de estudio.

Fue un trabajo arduo, sin ayuda, actuando bajo mi discreción, sin presentar reportes. Solo debía ubicar y proceder sin límite de tiempo. Después de eso sí debía reportarme. Era el triunfo… o el morir.

Habían pasado cuatro años desde mi entrada. Había localizado varios secuaces, pero no había dado con el rey del tanque de tiburones. La graduación estaba a la vuelta de la esquina. No era malo —era otro título más—, pero ese no era el objetivo. Estaba allí para cumplir la misión y no para estudiar o vagar.

Hasta que llegó lo esperado. El devorador de mentes. El delincuente mayor se dejó ver. Había caído en mi trampa y su deseo era nombrarme parte de su equipo de confianza. El tipo me había estudiado y había visto en mí características afines a las de él, destrezas que no tenían otros de su bando, y una mirada que —según él— era de asesino. Yo juraba que lo que más disimulaba era mi mirada. En eso sentí que fallé… pero me sirvió de anzuelo.

Era tanto que logré la admiración de este tipo que me llamó “Tiburón”. Eso me causó gracia, porque el código para nombrarlo a él y a sus cómplices era justamente eso: tiburón… y el tanque de tiburones.

Me gradué con honores y cumplí la misión. No hubo necesidad de cancelar a la bestia a la vista de todos. La operación no debía mostrarse por ningún motivo, por lo tanto, el tipo y su gente simplemente desaparecieron. De premio por mi trabajo recibí una gran recompensa monetaria, pero lo que más me gustó fue la Yamaha. La Katana.

Después, con el tiempo, hice un trabajo para una empresa importante del país, una que hace margarinas muy sabrosas. Recuerdo que, al segundo día, Carlos Rojas —uno del equipo— me bautizó con el seudónimo de “Tiburón”. Según él, por mi mirada de asesino y mi forma de navegar entre todos. Otro loco más. Pero eso es cuento para otra oportunidad.

Hasta aquí mis cinco minutos.